jueves, 26 de enero de 2017

"El paraíso de las moras" Por David Arroyo

David Arroyo nació en la Provincia de Santa Fe. Dice el autor: "Escritor intermitente, eterno estudiante de Letras, pater familia full time, empleado perpetuo,  comencé la lectura de Stephen King en la adolescencia, a partir de Los ojos del Dragón. Luego llegaron sus obras clásicas y con ellas  IT y  la sensación de estar frente a un hallazgo trascendental. La certeza de que el miedo paraliza, anula. Las lecturas han mutado, me he ido hacia otros lugares, he mirado incluso con desdén algunas obras de S. K., sin embargo la huella que ha dejado no puedo (tampoco quiero) dejarla de lado, todo lo contrario, suelo ir al reencuentro de esas lecturas (Corazones en la Atlántida, It, The Body)  que remiten a un estado de inocencia que poco a poco se ve socavado"
"El paraiso de las moras" forma parte del número especial de Cuz Diablo. Podés descargarlo a través del siguiente enlace: https://goo.gl/pBAvMF

La casualidad o la fuerza latente de aquellos días olvidados -reprimidos- me hicieron pasar por El paraíso. Hacía siglos que no pasaba. Ya no tenía a nadie allí. Ya no tenía a nadie en ninguna parte.

         Al atravesar el barrio me aferré al volante y fijé la vista en la cinta asfáltica, no quería mirar hacia los costados de la ruta, como quien evita buscar bajo la cama. Miré. Se conservaban los dos carteles que habían sido las credenciales del barrio hacia el mundo, uno que anunciaba el nombre de ese paraje marginal en el que vivíamos y otro que avisaba sobre un loteo de décadas pasadas. En el cartel del loteo alguien (¿alguien?) había escrito "1993, el comienzo del verano aciago". En el otro cartel,  que informaba el nombre del barrio, un signo de pregunta y unos puntos suspensivos ponían en duda la consecuencia entre el nombre del barrio y lo que allí ocurría: "El paraíso..?".
 
         Creí leer, también, una tercera leyenda en el parabrisas de una camioneta arrumbada junto a una estación caminera  "Vos tampoco estarás libre, meón". No recordaba si esa camioneta estaba allí desde hacía mucho tiempo, no tenía forma de saberlo. Inferí, sí, que esa leyenda era para mí. Para entonces ya había estacionado el auto a un lado de la ruta  y  estaba viajando, temeroso y absorto, hacia el verano del paraíso de las moras.

         Por aquellos tiempos éramos media docena de párvulos que oscilaban entre los 11 y 14 años. Nuestro barrio era un constante escenario de íntimo sufrimiento. En una cancha de fútbol, en los terrenos irregulares que servían para diversos juegos o en una hamaca bajo dos álamos, el sufrimiento quedaba al margen. Pero en el otro mundo, en el de los grandes, el acecho de lo innombrable consumía a todos. Los desgastaba. Les vaciaba el alma y los marchitaba. Entonces huíamos de nuestras casas, de la atmósfera densa y oscura que había en ellas. Escapábamos del silencio cómplice que nuestros padres mantenían con los fatales designios que se batían sobre ese mundo al que aún no habíamos ascendido. Algunos crecimos, no todos, y vimos que ese silencio era un modo de preservarnos, de saber que inevitablemente nos encontraríamos con las sombras. El silencio era un modo de mantenernos a salvo de lo irremediable y trágico.

         No sé si en el año 93 comenzó algo terrible, antes de eso tuvimos razones para sospechar que la opacidad rondaba nuestras casas. Lo más resonante, quizás, fue la muerte del Padre Sebastián, que se colgó de un eucalipto cercano a la capilla. Aquello resonó en todos los hogares, inconcebible en un hombre de fe. Al rescate de su recuerdo y del oprobio vino otro evento, igualmente trágico, la muerte de las dos hijas de Rubén, el vecino, que aparecieron ahogadas en una pileta improvisada, hecha sobre una rueda de tractor. Esas niñas eran la peste, pero morir así.... Eso mismo pensé entonces, cuando desde el techo de casa se veían los cuerpos secándose al costado de la pileta, como si su familia esperara que los rayos de sol las revivieran. Eso mismo le dije a mi madre. Me reprobó que relativizara la muerte y sólo me asombrara del modo. Me dio una paliza antológica y me miró con frustración durante semanas. Esas niñas eran la peste.

         A partir de esos acontecimientos y otros no tan afamados comenzamos a conjeturar acerca de si había un asesino en el barrio. Nunca llegamos a nada, en parte porque no hubo asesino y, de haber existido, poco podíamos averiguar nosotros, sentados en ronda, tirándonos pedos y jugando a ver quién escupía más lejos. Sobre los viejos nunca indagamos nada, suponíamos que sus muertes se inscriben en la lógica del mundo, del mismo modo que nosotros éramos inmortales. Creíamos serlo.

         El fin de esa ilusoria  inmortalidad vino de la mano del miedo. No sabíamos bien qué llegó primero, pero sí la relación entre ambos. Saber que moriríamos nos despertó el temor a que eso pase. Antes de eso teníamos inquietudes, vergüenza y complejos tontos; el miedo, pueril, era que esos aspectos se revelaran. A los 12 años aún me meaba encima y aquello me atormentaba al punto de no ir nunca a pijamadas y cosas por el estilo, imaginaba una ronda de niños y niñas señalando mi bolsa de dormir meada y me daban ganas de desaparecer. Pero nada nos generó el pánico que nos causó imaginarnos muertos, apagados, inútiles bajo tierra o diseminados polvorientos en un descampado. Mario llegó a confesar que le daba más miedo saberse encerrado bajo tierra que su propia muerte. Recuerdo que entonces, cuando el insomnio ganaba terreno, imaginaba mi muerte y sólo pensaba en un televisor apagado y tirado en el fondo de alguna casa. Esa sería mi muerte y ahí estaría yo, testigo inmutable de ese mundo que seguía sonando a sonrisas ajenas.

         A la conciencia de la propia muerte como algo inevitable le sobrevino la noción del sufrimiento, no ya como un raspón o caerse de una rama o cualquiera de esos dolores físicos y recurrentes. Vimos el sufrimiento como una cicatriz abierta. El dolor perpetuado en las caras que nos cruzábamos día a día en el barrio. Fue el inicio de la ruptura con ese mundo pastoril que habían configurado para nosotros. Nos mantuvieron lejos del dolor, pero el miedo atravesaba esos muros como la humedad y poco a poco nos cayó encima como una bruma densa.

         La zona gris entre el cobijo de los primeros años y las desavenencias del mundo adulto era la visita a un monte mítico que se encontraba a pocos kilómetros del barrio. La visita al paraíso de las moras era algo así como una iniciación, significaba poder atravesar dos rutas y el puente precario que se elevaba sobre el arroyo. Ninguno de nosotros había ido ahí hasta entonces, sabíamos del lugar por comentarios de un chico que ya se había ido del barrio. Cuidado con los caballos, nos dijo, a título de advertencia. Pablo lo contradijo “ese maricón siempre le tuvo miedo a los caballos”. Por entonces no podía imaginarme algo más inocente que un caballo, salvo, claro, aquella elemental prudencia que debíamos tener al pasar por detrás y evitar las patadas. No faltaban ejemplos de algún tío o hermano de alguien que se había quedado loco después de la patada de un caballo. Yo no conocía a nadie que adoleciera de tal cosa. El único loco del barrio era un flaco alto al que apodaban el derby porque lo único que hacía era ir de su casa al almacén a comprarle cigarrillos al abuelo. Decían que se quedó loco por la paja.

Un día del año 93 decidimos ir al Paraíso de las moras. Quien nombró Paraíso de las moras a ese lugar tenía un fino sentido de la ironía o un desconocimiento total de la idea edénica. El monte, enorme, era una trama interminable de ramas y enredaderas en las que entraba el sol pidiendo permiso. Un terreno enorme con el piso húmedo, moras ácidas e insectos cuya existencia desconocíamos. Tenebrosa, era la morada ideal de cualquiera de esas figuras con las que nos amenazan si nos portábamos mal, desde el viejo de la bolsa hasta el chupacabras. A mí me daban terror los enanos.

Aquel día éramos cuatro que queríamos ir al paraíso de las moras y dos que no. El moco era uno de los que no quería; lo sabíamos el más miedoso. El otro era el seco, un niño callado que había aseverado su silencio cuando dos años atrás su hermana se fue del barrio ni bien cumplió los 15 años. Los padres intuían que Mariel se había ido a vivir a Formosa con un primo apenas más grande que fue a su fiesta de 15. El seco pensaba otra cosa, dijo que la última vez que vio a su hermana, ella iba en bici hacia el monte de moras, quizás de ahí su reticencia a la hora de visitar el lugar.

         El moco era un chico flaco, ojos color almendra, rulos pronunciados como enormes signos de pregunta  y los hombros puntiagudos hacia adelante. Antes de apodarlo el moco lo llamábamos el alfeñique, aunque el mote se lo había puesto su tío y nosotros optamos por renombrarlo; no sabíamos qué era un alfeñique y sus mocos eran de película, como los de aquel día en que el polvo de la tierra seca nos tiñó los rostros infantiles y en la cara del moco parecía desprenderse alquitrán de sus narices.  "A tu hermana" solía decir cada vez que lo puteábamos, sin importar el tenor del insulto, "apurate, pendejo", le decíamos, "a tu hermana" respondía él. Tenía 11 años y era el más chico. En esos largos peregrinajes en bicicleta al costado de la ruta era el rezagado. Solía quedarse sin aire, los bronquios fueron su talón de aquiles desde chico, contaba su hermano Bruno. Casi se muere, decía, está vivo de milagro. Quizás por eso había algo de sobreprotección hacia él. Lo vimos siempre  vulnerable, siempre convaleciente de una u otra cosa y siempre con flema. Yo lo amaba. Intuyo que éramos igualmente débiles, sólo que tuve la fortuna de nacer un año antes y eso me mantuvo a salvo. 

Dejamos las bicicletas tiradas, comimos algunas moras y meamos sobre otras; teníamos la esperanza de que otro grupo de chicos comiera las moras que nosotros habíamos meado. También temíamos haber comido moras meadas. Encontramos preservativos usados, botellas de vidrio, ladrillos rotos,  cubiertas de bicicleta, paquetes de todo tipo, colillas de cigarrillo y sangre. Mucha sangre. Pensamos, ilusos, en animales heridos. El moco insinuó que algún caballo se había comido a una paloma, tal vez. Alguien le tiró una mora grande a la cabeza y se rio de su intervención.

Había pasado poco más de una semana del día de la primavera, quizás de ahí los residuos. Lorenzo, que tenía ya catorce años y presumía de haber visto mujeres desnudas, nos miró a todos con un preservativo en la mano y dijo "Hay que tener ganas de venir a coger acá, eh?" y le tiro el residuo al moco. El moco no tuvo fuerzas para responder, estaba con un ataque de tos.

         -¡Morite de una vez! -le gritó uno de los chicos. Nunca supe quién fue, nunca reconocí la voz.  El moco no se rio. Tenía las mejillas rojas. Quería volver a su casa y nos lo hizo saber. Bruno lo reprimió.
-A casa no vayas que está la hermanita durmiendo, si te ven entrar te sacan cagando.
El moco escuchó a su hermano mayor y desistió. Temía que despertar a su hermana tuviera como consecuencia unos cuantos cintazos.

         Adivinamos un sendero, lo bautizamos pasadizo y entramos en él con las bicicletas. El moco no quiso entrar en ese surco angosto que se formaba con ramas espinosas. Le dijimos que las espinas no eran duras, apenas una incomodidad. Dijo que no era por las ramas. Estaba paralizado. Respiraba agitado. Su cuerpo era como una pava hirviendo. El silbido de su pecho al respirar, también. Retrocedió hasta dar con una pared de moras. Le gritamos algo, alguna provocación esperando que nos respondiera con un insulto hacia nuestras hermanas. No escuchamos nada. Caminamos hacia él y a partir de entonces se sucedió un torbellino de palabras y movimientos que jamás pude ordenar.

De la espesura verde que había a sus espaldas, apenas interrumpida por las moras, comenzamos a ver movimientos extraños, como si las hojas ya no fueran hojas. Tras el moco se movía concéntricamente algo líquido, viscoso, una inmensa formación que mantenía el verde vegetal pero que mutaba su consistencia. El moco se hundía en ella, gritaba que lo ayudemos, que lo agarremos, que tenía miedo, que no quería morir. Le imploraba ayuda a su hermano. Bruno, desesperado, sujetó vanamente al moco de la cabeza. El enclenque niño de 11 años se fundía en la flema verde que hacía unos minutos era una planta silvestre. De su cuerpo sólo asomaba el pecho, las rodillas y el rostro, como si estuviese haciendo una plancha vertical. No podía hablar, estaba ahogado. Un barullo de risas perversas y gritos suplicantes salían de la pared verde. Escuchamos gemidos, risas de niños que luego se convertían en llantos, rezos en alguna lengua extraña (luego pensé en el latín), el ruido del tren, relinchos, martillazos, las voces de decenas de adultos retando a decenas de niños. Una interminable, desordenada y macabra sucesión de sonidos. Comenzamos a escuchar con mayor nitidez el grito angustiado de una mujer.

-Mi hermana, hijo de puta… Mi hermanaaaa -le gritaba el seco a la pared mientras quería hundir sus manos para sacar algo de allí.

-Mi hermana está ahí... Mi hermana…-reiteraba. Bruno suplicaba y exigía también por su hermano y nosotros imitamos el intento por rescatar al moco. Imposible. Lo que para el moco era una membrana gelatinosa que lo absorbía, para nosotros era un muro de hormigón. Tiramos piedras, pegamos con ramas secas y no obtuvimos ningún resultado. Hicimos nuestros últimos movimientos infructuosos por salvar al moco en medio un llanto orquestado y gritos aterrados. Nunca llegamos a experimentar bronca, nunca salimos del pánico.

         El moco nunca volvió. Lo que nos quedó de él, inmaterial,  fue una secuencia macabra, un grito suplicante, un sollozo resignado y el silencio eterno de la nada.  Seguido a eso, un viento arremolinado atravesó el paraíso de las moras y la espesura verde dejó su lugar a las plantas silvestres. El seco se quedó llorando frente a las plantas. Bruno se fue raudamente a su casa. Los otros tres comenzamos la vuelta bajo una cierta impavidez tras haber sufrido un trauma inimaginable. Al instante se nos acopló el seco, en silencio. Volvíamos como veteranos de una guerra perdida con la incertidumbre de describir lo inenarrable.

A los pocos meses emigramos con mi familia, dejamos atrás El paraíso y nos asentamos en un pueblo con un lago enorme donde la tragedia ocasionalmente se hacía presente. Nadie dudaba de la fatalidad y el infortunio. Nadie indagaba más allá de eso.

La distancia nos salvó a los que pudimos irnos del barrio. Quienes se quedaron nos reprocharon el no poner el cuerpo. Poner el cuerpo era morir inútilmente. Había algo que nos olfateaba el miedo, nos veía vulnerables, apetecibles ¿Cuánto faltaría para que el seco se despierte junto a su hermana en una suspensión de malezas y sufrimiento, o que Pablo se cayera de lo más alto de un árbol? ¿Qué impedía que Bruno vaya a despertar a su hermana de la siesta y se encontrase con un bulto inanimado?

         Arranco el auto y subo a la ruta. Me alejo de El paraíso.  Me invade la nostalgia y el desagrado por haberme orinado encima.

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