lunes, 5 de junio de 2017

"El castillo de Silling" Por José María Marcos


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José María Marcos (Uribelarrea, 1974). Publicó el libro de cuentos Los fantasmas siempre tienen hambre (2010); las novelas Recuerdos parásitos (2007) y Muerde muertos (2012), en coautoría con su hermano Carlos; el poemario Haikus Bilardo (2014), con Fernando Figueras; y las nouvelles El hámster dorado (2014), Monstruos de pueblo chico (2015) y Frikis mortis (2016). Magíster en Periodismo y Medios de Comunicación (Universidad Nacional de La Plata), dirige el semanario La Palabra de Ezeiza y la editorial Muerde Muertos. Escribe para la revistas Insomnia y miNatura. Ganó el Concurso Nuevo Sudaca Border 2010-11, del sello Eloísa Cartonera (Argentina), y el 1º Premio en el XVII Concurso de Cuentos Fantásticos y de Terror Idus de Marzo 2011 (España). En 2016 quedó finalista del Premio Sigmar de Literatura Infantil y Juvenil (Argentina). Su relato "El cangrejo" obtuvo el segundo lugar en el Certamen de narrativa de terror "30º aniversario de la publicación de It" organizado por revista Cruz Diablo. Su blog es www.josemariamarcos.blogspot.com

Podés descargar el relato en PDF desde el siguiente enlace:  
https://goo.gl/Ybp6DC

Andrés Imperiale hacía meses que venía dándole vuelta a una idea, pero no se animaba.
Abogado con cierta fama, había lograba acumular una pequeña fortuna patrocinando a hombres y mujeres del espectáculo, y soñaba con cumplir fantasías pendientes, sobre todo desde su reciente separación.
Uno de sus secretos berretines era escribir durante los ratos libres. Tenía una carpeta repleta con sus textos. El estilo puede apreciarse en una poesía que elaboró pensando en su secretaria Elisa González:

Sabé, Elisa, que no podré
vivir sin ti por el resto de la vida,
y aunque no me lo pidas,
voy a llegar hasta las estrellas,
porque amarte es ir hacia ellas,
y yo te amo sin ninguna medida.

Imperiale admiraba el verso hernandiano pero no respetaba la métrica. Para él, la rima era la clave. “La entonación se la da el lector, que termina de completar la obra”, reflexionaba este notable creador de octosílabos chasco.
En cuanto a la temática no tenía que estar convencido de que lo que decía fuese verdad. Podía jurarle amor eterno a Elisa o a cualquier mujer, sin conflictos morales o éticos, porque, ciertamente, no sería un gran poeta pero sí un abogado muy eficiente.
Pese a creer en el valor de su obra, no tenía ningún plan editorial. Le alcanzaba con el placer de crear. Podemos afirmar que estaba en paz con sus creaciones.
Lo que perturbaba su calma había brotado de leer un aviso que decía: “Poeta sádico busca masoquista que desee ser castigada con imaginación y amor”.
Imperiale era un sadomasoquista reprimido y nunca había hablado de eso con nadie, aunque su deseo lo empujaba a ser un febril consumidor de pornografía.
Solía contratar a prostitutas, en general para los servicios tradicionales. Al sadomasoquismo lo disfrutaba a través de las imágenes en distintos soportes donde hombres anónimos ataban a las mujeres y las maltrataban, o viceversa. Excepto lo que veía mediante internet, el material fílmico y gráfico se lo conseguía un quiosquero que tenía su reparto en la zona de Tribunales.
Una vez, el quiosquero le ofreció una película snuff, donde los protagonistas no sólo eran castigados con crueldad, sino que resultaban asesinados. Pero la rechazó. A tanto no quería llegar.
Cuando descubrió el aviso “Poeta sádico...” en una de sus revistas de cabecera, pensó que podría poner uno similar para contactarse con alguien que le permitiera experimentar todas sus fantasías.
Primero tenía que vencer su timidez. Si bien no era cobarde en el plano profesional, en lo sexual era bastante conservador.
Dejó pasar algunos días y luego hizo una llamada a la revista para hacer las primeras averiguaciones. Por teléfono le explicaron cómo debía proceder para poner el anuncio. Podía mandar los datos por correo electrónico y pagar a través de una transferencia bancaria o por intermedio de la tarjeta de crédito. Especuló que era una buena opción, pero la descartó porque el pago quedaría registrado.
En cuanto a la confección del aviso no sabía si debía poner un celular, un email, facebook o wasap. Existían agencias que se encargaban de organizar estos contactos, pero debía entregarles sus datos y una foto, y dejar pistas lo aterraba. Le hubiese gustado ser invisible para estas cuestiones.
Imperiale solía decirles a sus clientes que era un especialista en encontrar caminos, pero no podía encontrar uno para cumplir con su deseo.
Siguieron pasando los días. Su enfado iba en aumento por no encontrarle salida al entuerto, hasta que se le ocurrió hablar con el director de la revista y pedirle un consejo. La redacción quedaba cerca del Congreso y una charla no lo comprometía a nada.
Quizá no fuera acertado pero algo tenía que hacer. En los casos más resonantes siguió algunas puntas no del todo claras y, al fin, logró una solución. “Si no hay mapas, hay que salir al campo a inventarlos”, era una de sus frases.
En menos de una semana, el director Javier Mansilla lo recibió en persona en su despacho, rodeado de fotos de mujeres desnudas, revistas, libros, un armario marrón cerrado con un candado y una enorme caja fuerte.
—Hola, soy Andrés Imperiale, abogado. Vengo a hablar con usted para que me asesore. Es para un cliente —se presentó el letrado, de cara huesuda y ojos saltones, que algunos medios perseguían con ahínco.
—¿Cómo voy a negarme a ayudar al Abogado de los Famosos? Mire si un día necesito su ayuda —bromeó Mansilla.
—Claro, claro —respondió el abogado, incómodo—. Entenderá que, como soy un hombre público, necesito privacidad.
—Por supuesto. Lo que hablemos aquí se quedará aquí. Será como si hubiese hablado con un cura, un secreto de confesionario o de sumario, como más le guste. Por la revista pasa todo el mundo, pero jamás decimos quién es todo el mundo. Nuestro leitmotiv es “Prudencia y paciencia, con saliva todo entra” —dijo Mansilla, con una sonrisa.
El viejo latiguillo no le causó ninguna gracia al abogado, y manteniendo su habitual tono neutro, le contó al periodista las necesidades de “su cliente”.
—Si usted quiere discreción, compre un celular por algún tiempo, de esos libres, y después lo da de baja —respondió Mansilla, que ya notaba cómo venía la mano—. Arregle una entrevista en un bar no muy céntrico, pero en un barrio lindo. Si es por la tarde, mejor. Hay que evitar cualquier suspicacia. A lo mejor deba utilizar un seudónimo o un nombre falso; ya verá. Trate de pasar desapercibido. Si la muchacha viene de buena fe, usted lo va a saber enseguida.
—Mi cliente lo sabrá enseguida —lo corrigió Imperiale.
—Exactamente —contestó Mansilla.
—Le agradezco mucho por su ayuda. Voy a transmitirle todo esto a mi cliente y veré si hay que poner el aviso —dijo el letrado y se levantó para marcharse.
—Espere un segundito —dijo el periodista—. Tengo algo que puede interesarle a su cliente. Es un producto que viene de China. No es muy común y es bastante caro. Si su cliente tiene dinero puede serle de gran utilidad, porque es altamente satisfactorio y por demás discreto.
Imperiale volvió a sentarse y preguntó:
—¿Puede explicarme en qué consiste?
—Es difícil transmitir qué es. Sólo le pediría que le eche un vistazo. Confío que se dará cuenta si puede servirle.
—Bueno, muéstremelo...
Mansilla se paró y fue hacia la caja fuerte. La abrió con delicadeza y extrajo una casita un poco más grande que una caja de zapatos. La puso sobre la mesa y explicó:
—Se llama el Castillo de Silling, en honor al Marqués de Sade, por Los ciento veinte días de Sodoma. ¿Lo leyó?
—Nunca leí a Sade —respondió Andrés—. Veo que ustedes en la revista lo nombran mucho, pero no sé más nada.
—Empiece a leerlo. Vale la pena —dijo Mansilla y recitó—: “Es absurdo entregarse a los remordimientos después de un crimen, y más absurdo aún sufrir por un posible castigo en el otro mundo, si somos bastante dichosos de escapar al escarmiento terrenal”. Más o menos así son las palabras que dice un moribundo ante un sacerdote. Sobre el final, el moribundo condena sus crímenes, pero primero Sade te manda esa idea. Podría ser una buena frase para los abogados.
—Ya lo creo —respondió Imperiale—. Usted es una caja de sorpresas —agregó, con más confianza.
—Todos lo somos. Todos tenemos secretos guardados. Pero vayamos a lo nuestro. Quiero que evalúe si le interesa el Castillo de Silling. Sé que parece una estúpida casa de muñecas, pero basta con que usted mire por aquí y decida —explicó el periodista y señaló un sector del techo de la fortaleza con unos binoculares incrustados.
—¿Y qué voy a ver por ahí?
—Hágame caso, mire y después hablamos.
Imperiale apoyó sus ojos y sólo vio oscuridad. Se quedó unos pocos segundos y levantó la vista, decepcionado.
—¡Pero acá no hay nada! —vociferó.
—Perdóneme, señor Imperiale, olvidé decirle que tiene que mirar y esperar un poco. El tiempo de inicio depende de cada persona. Ya sabrá de lo que le estoy hablando. Se manifestará eso que usted ansía secretamente.
El abogado volvió a poner sus ojos en los binoculares esperando ver una filmación pornográfica en tres dimensiones, una serie de fotografías o alguna invención poco difundida en la Argentina, pero que de ninguna manera solucionaría su problema. Esperó y esperó hasta que se encendieron las luces y empezó a ver... y lo que vio lo llenó de espanto pero también de una extraña fascinación.
Él y su secretaria Elisa hacían cosas con las que él soñaba casi a diario.
Imperiale se perdió en ese mundo donde todo era posible y fue Mansilla el encargado de traerlo a la realidad, golpeándole el hombro.
—Largue, hombre, largue. Ya sabe de qué se trata —dijo.
Saliendo del ensueño, perdiendo las formas y la vergüenza, Imperiale gritó:
—¡Me lo llevo!
—Espere un segundito —contestó Mansilla—. Debo decirle cuánto sale y necesito darle algunas recomendaciones. No puedo dárselo así nomás.
—¿Por qué no? Usted dijo que estaba en venta.
—Es así, pero le pido un poco de calma, señor Imperiale. Yo se lo voy a vender a usted... o a su cliente. Pero antes debe escucharme.
—Lo escucho —contestó el abogado.
—Esta caja, como se habrá dado cuenta, es mágica. O si prefiere decirlo de otra manera, posee una tecnología tan avanzada, que no entendemos su funcionamiento. Tiene la capacidad de proyectar todos nuestros deseos sexuales captando nuestras ondas cerebrales. Hay que esperar algunos segundos para que comience a funcionar.
—¡Yo no pensaba en nada cuando me puse a mirar! —se atajó el abogado.
—Lo sé, pero el Castillo de Silling actúa en lo más profundo de nuestra psiquis.
—¿Y por qué no se vende masivamente? —preguntó Imperiale—. ¿Tan caro es?
—El inconveniente es otro, algo que los científicos aún no saben cómo solucionar.
—¿Qué es?
—Crea adicción.
—No se puede culpar a la casita. En todo caso será responsabilidad de cada usuario —dijo Imperiale.
—Puede que sí, puede que no. Yo, por las dudas, la he usado siguiendo los consejos de mi proveedor.
—¿Y cuáles son esos consejos?
—Le explico —dijo Mansilla—. Sólo puede usarse tres veces por día, no importa si vio algo o no, o si estuvo un minuto o tres horas. Si se pasa cinco horas seguidas mirando, es como si lo usara una sola vez. Si mira cinco veces en breves lapsos de un minuto igual se contabilizan cinco veces.
—¿Y qué pasa si violo esta norma?
—No lo sé muy bien. No está en mis planes hacerlo. Mis proveedores dicen que uno empieza a perder el juicio —dijo Mansilla—. Le pido por favor que me haga caso porque desconozco las derivaciones.
—Quédese tranquilo. Mi lema será: “Prudencia y paciencia con saliva todo entra” —dijo Imperiale, y ambos rieron.
Tras discutir el precio y las condiciones de pago, cerraron el trato. Era mucho el dinero en juego, pero el abogado se había enamorado a primera vista.

Durante el primer tiempo, Imperiale se ajustó a las instrucciones de Mansilla y disfrutó a lo grande mirando a través de la ventanita. Estuvo horas enteras saboreando las imágenes de Elisa, y mientras la veía en la oficina, se encontraba sereno ante su presencia, como si le alcanzase con tenerla en la casita.
A la fantasía de Elisa fueron agregándose otras señoritas. Eran mujeres que veía en la calle, en Tribunales o en la tele, y hasta se permitió fantasear con algunas dirigentes políticas.
En fin, todas las damas que conocía pasaban por ese pequeño espacio privado donde él era el único amo y señor, rey máximo del sexo, bestia suprema entre todos los animales en celo.
Poco después ocurrió algo insólito: se sumó su ex mujer Liliana, con una actitud distinta a la que siempre había mostrado. Estaba completamente desfachatada y muy pendiente de sus deseos. Extrañamente, la flamante incorporación le sirvió a Imperiale para mejorar su relación con su ex a quien ahora veía sin ningún apasionamiento.
A medida que disfrutaba de los beneficios del castillo, al abogado le daba rabia tener que respetar las reglas impuestas por Mansilla. En algunas ocasiones lograba quedarse horas mirando sin levantar un segundo su vista. Otras veces se sentaba frente a la casita, miraba un minuto y se levantaba para ir al baño y ya gastaba un turno.
Estaba seguro de que no pasaría nada si miraba más de tres veces por día. Si aquello producía algún tipo de radiación maligna, él ya estaba expuesto. Y aparte, ¿qué tenía que ver que mirara una o diez veces? Lo significativo era la cantidad de horas de exposición. “La dosis es el veneno”, habría dicho el viejo Paracelso.
Con el correr de las semanas se cansó de tomar recaudos y un día terminó contemplando a sus mujercitas como seis o siete veces.
A la noche de ese día, un poco asustado por la manija que le dio el periodista, se fue a dormir preocupado. Sin embargo, no pasó nada y ni siquiera tuvo sueños perturbadores.
Así determinó que eran falaces las advertencias de Mansilla.
Imperiale comenzó a llevar en un bolso su casita a la oficina. El tiempo que antes le dedicaba a las películas, las revistas o a internet se lo fue destinando al castillo, porque era superior a todo, y hasta llegó a olvidarse de las poesías en su vida real, aunque paradójicamente se las recitaba a sus chicas, quienes se morían de amor al escuchar sus palabras.
Su obsesión fue creciendo y, cuando por fin llegó enero con la feria judicial, decidió no irse de vacaciones y quedarse en su departamento a disfrutar a fondo de la casita comprada hacía siete meses.
Era increíble la cantidad de cosas que se le ocurrían a su inconsciente. Bastaba con ver una nueva mujer para que apareciera en el castillo recibiendo chirlos. El placer cada vez pedía más y se producían escenas con latigazos, mujeres esposadas o atadas con cadenas, flagelaciones, asfixias, violaciones, fist fucking y humillaciones diversas. A veces, él era la víctima en manos de dos o tres mujeres desnudas.
Tan lejos estaba llegando que temía que, algún día, su imaginación lo arrastrara hacia algo espantoso.
Durante esas vacaciones durmió mal, un poco por el calor y otro poco porque pasaba muchas horas encerrado sin hacer ningún tipo de ejercicio.
Para mitigar el incipiente insomnio recurrió a la cajita mágica y logró que las horas pasasen agradables.
A fines de enero, Imperiale se levantó a las tres de la mañana de un lunes, sobresaltado. Oyó voces en el departamento. Pensó que había dejado el televisor prendido. O bien, estaban por asaltarlo...
Se llevó una sorpresa: el Castillo de Silling resplandecía en la oscuridad y parecía haber cobrado vida propia. Adentro, varias personas conversaban, se reían y escuchaban música. Se acercó y puso sus dos ojos en los binoculares para observar. Atónito descubrió que Elisa y Liliana eran amigas y comentaban las aventuras que compartían con él. Vivían juntas en el castillo y para su horror ya no respondían a sus fantasías. Mientras observaban dos enormes cuchillas, hablaban de sus nuevos juguetes sexuales.
Imperiale se incorporó asustado y recordó las palabras de Mansilla.
¿Qué sería lo siguiente? ¿Esas extrañas mujercitas saldrían y vivirían con él? ¿Lo atacarían? ¿Habría que mantenerlas vivas? ¿Matarlas? ¿Comerían lo mismo que los seres humanos comunes?
Tenía que hablar urgente con Mansilla. Él sabría qué hacer.
Esa madrugada no podía hacer nada. Trataría de descansar.
Se tomó dos pastillas de tranquilizantes, se encerró en su pieza y durmió hasta el mediodía, oyendo en sueños las conversaciones lejanas de Elisa, Liliana y otras mujeres.
Cuando se levantó seguía preocupado, pero cuando llegó al living la casa estaba en silencio. Ya era de día.
Más sereno se bañó y almorzó.
Tras lo sucedido, Imperiale no quiso ni echarle un vistazo al castillo y tomó la decisión de acabar con aquella aventura. La noche anterior se había pegado un buen susto y juzgaba que podía vivir sin ella. Él no era un adicto.
Cuanto antes le llevaría la fortaleza a Mansilla. Se la entregaría en consignación para su venta. Debía sacársela de encima, recuperara todo o sólo parte de su dinero. Él era un hombre público y debía seguir cuidando su imagen.
Había ido muy lejos.
Metió la casita en un bolso y, cuando quiso salir, no pudo abrir la puerta del departamento. La llave se quebró adentro de la cerradura. Buscó el celular del cerrajero de emergencias. Levantó el tubo del teléfono y marcó. Atendió un contestador automático. Trató de comunicarse con el portero y recordó que estaba de vacaciones.
Marchó hacia al living y se sentó en un sofá de cara al balcón, que le mostraba un cielo claro y azul sin nubes.
Trató de serenarse y evaluar sus próximos pasos. Buscaría en la guía o en internet a otro cerrajero, solucionaría lo de la puerta y marcharía a devolver la casita.
En medio de sus especulaciones, dos carcajadas agudas le helaron la sangre, y pensó que provenían del castillo.
Estaba equivocado.

La tarde se oscureció. Los enormes ojos de Elisa y de Liliana se asomaron por el balcón, esperando a que él empezara la función. 

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