lunes, 11 de junio de 2018

"Métodos Expeditivos" Por Gerard Moliné

Gerard Moliné Celma. Barcelona. España. Formado en cine, televisión y comunicación, ha sido redactor del Grup Enciclopèdia Catalana y escribe críticas cinematográficas para la revista Ruta 66 y el fanzine Ceremonia Sangrienta. Como escritor de ficción ha publicado relatos en formato físico y digital en las siguientes publicaciones: Matrimonio y Madera Para el Frío (Penumbria, Nº 30 y 31 respectivamente, México, 2015), Pelo Verde (Antología Payasos Malvados de Vuelo de Cuervos, España, 2016), Las Ovejas Descansan en Paz (El Narratorio Nº 10, Argentina, 2016), Cuento de Navidad Precipitado (Convocatoria VIII El Visor, España, 2016), Pesadilla Recurrente (microrrelato en Convocatoria Inspiraciones Nocturnas IV de Diversidad Literaria, 2017) y La Casa de Mis Sueños (Vuelo de Cuervos Nº7 pendiente de publicación).

Nunca había cogido el tren que lleva a las afueras. Normalmente no me desplazaba hasta tan lejos por aquel entonces, no tenía necesidad. Las casas que ofrecían estaban en el centro o, como mucho, en los “nuevos” barrios de la periferia. Digo “nuevos” porque eran nuevos por aquel entonces. A mí aquello me recordaba a mi abuela que aún especificaba si bajaba a la “ciudad” o subía al “monte”, cuando todo ya se entremezclaba en una amalgama de autopistas, puentes levadizos, líneas de metro y tren y rotondas. La gente ya era de todas partes. 
Las ciudades se habían unido entre sí en inalcanzables entes urbanísticos capaces de devorar cualquier espíritu a base de bloques y bloques de granito y plesteck. Cualquier idiota con un mapa descargado del Ministerio podía construir su propia casa con kilos y kilos de plesteck y una buena impresora de última generación. Y pensar que todo esto empezó con las impresoras 3D…
Pues allí estaba yo, portando mi maletín con mis cosas y un montón de proyecciones gráficas de casas prefabricadas para vender o alquilar. Todas devaluadas, por aquel entonces, debido a la sobre fabricación. Lógico. La gente no sabía qué hacer con sus vidas y se dedicaba a cambiar de casa de año en año, o a ampliarla de forma incontrolada hasta que se encontraba con incongruencias arquitectónicas fruto de una mente enferma. Escaleras del revés o que terminaban en el techo, pasillos a la mitad, habitaciones conectadas por ventanas, etc. La antigua casa Winchester, pero a lo grande. Más cosas de mi abuela…
Las explosiones también eran el pan de cada día. Explosiones NO contaminantes. A diario desaparecían en Magalópolis Futura una media de seiscientas mil casas o edificaciones: palacios y palacetes, apartamentos, casas, mansiones, castillos, torres, rascacielos y hasta aeropuertos y centros comerciales. Recuerdo un día ir al Wishi’s a por una hamburguesa de tofu con tempura y encontrarme una réplica de Disneylandia, pero en Futura. Las lágrimas me caían a chorro por las mejillas, no por la hamburguesa, sino por los recuerdos de infancia que me sobrevinieron de forma inesperada. Tuve que descargar del Ministerio la actualización a mi implante y volverme a situar en el mapa. 
Aquello de los trenes era una jodienda. Yo recordaba cuando los coches eléctricos empezaron a volar y cuando hubieron los primeros accidentes y luego la nueva ley de sanidad que prohibía el transporte particular. Aquel gobierno estaba chalado y nos chaló a todos.
La ciudad se erigía interminable aquella noche. El humo de las últimas explosiones del día se mezclaba con las bolsas de ozono lanzadas desde los satélites generando estelas de luz. Era como agitar una bola con agua y purpurina. 
En el vagón viajaba una hermosa muchacha adicta a las extensiones de su chip. Era guapa, con los ojos pintados y el pelo plateado, a la moda. Lucía un jersey auto lavable y una corta falda plastificada. Del turgente trasero colgaba una extensión en forma de cola de mapache. Era una chica mala, de las que me gustan.
Durante el trayecto me miró tres veces, le debí parecer viejo y se sorprendió de que estuviera más pendiente de ella que de mi chip. Había subido en Sur 46 y debía dirigirse al centro a por juerga. 
No lo había planeado, pero todo comenzó a tomar forma en mi cabeza cuando subió un borracho en Sur-Este 57 y me arrebató toda la atención. No era una zona problemática, ya no las había, pero la chica y yo nos sobresaltamos. El tipo era viejo pero fuerte, parecía un antiguo estibador del puerto a juzgar por los tatuajes removibles de su brazo con frases de resistencia política y en pro del desaparecido Sindicato. El tío iba pedo de verdad, a penas se aguantaba. Yo estaba decidido a proteger a la chica si se daba el caso, la había visto primero. 
Se colgó de la barra del techo tambaleándose a la vez que repartía su hedor. Con el primer acelerón se dejó caer sobre la chica abalanzándose como un oso. Ésta gritó intentando zafarse mientras el marinero intentaba meterle la lengua hasta el gaznate.
Me levanté mirando alrededor y levanté el maletín con intención de arrearle. No había cámaras de seguridad, se prohibieron en 2054 ya que vulneraban el derecho a la intimidad. No llegué a golpear al tipo, no hizo falta.
El tren se detuvo bruscamente y las puertas de abrieron dejando paso a unos veinte agentes de movilidad y seguridad del Ministerio, que ataviados con pasamontañas y armas eléctricas golpearon al tipo hasta convertirlo en un despojo. La chica quedó tumbada en el suelo cubierta de babas y de sangre. Aquellos tipos eran expeditivos, se encargaban de todo y sus detectores de movimientos sospechosos eran la última tecnología. Aquellos sensores se activaban con los decibelios de los gritos de inocentes, con la aceleración del ritmo cardíaco de la víctima y emitían un juicio al chip personal de cada agente, que era aerotransportado por una de las múltiples naves que vigilaban el cielo.
Aquel tipo tuvo mala suerte, debió topar con un transporte bastante grande a juzgar por la melé de chalecos que había sobre él. Lo estaban machacando. Sus ojos estaban desorbitados y los alaridos de dolor eran insoportablemente agudos. Le saltaron varios dientes con las descargas y su piel fue tornándose negra como el carbón. Olía a bacon ahumado. Yo me acerqué agachado a la chica y la cogí del brazo. Era preciosa y estaba indefensa.
—¿Estás bien?
Ella asintió con ojos extrañados.
Los agentes se llevaron a rastras al tipo dejando un reguero de sangre que se auto limpió al instante. 
Gracias a aquellos chicos, el crimen había descendido un 44% los últimos cinco años, cosa que obligó al Ministerio a reducir el número de cárceles un 30%. El gobierno y las autoridades atribuían el mérito a los nuevos métodos policiales y a la abolición de la libre circulación de personas entre naciones. No había inmigración. Así de fácil. La sociedad se había vuelto racista con la nueva ola de pensamiento procedente del norte y el gobierno obligaba a tener tres hijos por pareja. Yo ya tenía mis tres. Sus nombres son irrelevantes.
Ayudé a la chica a recomponerse y ella apoyó la cabeza sobre mi hombro, compungida. Era frágil, muy frágil.
Cuando pasamos por el túnel, saqué del bolsillo la jeringuilla con la solución de narcótico que compraba habitualmente en el barrio rico y la inyecté en su cuello con suavidad. Primero no se dio cuenta y luego me miró sorprendida. Sus ojos se llenaron de terror, pero ya estaba paralizada. Entonces me reconoció, salía en televisión, era famoso. De sus ojos cayeron dos lágrimas de clemencia mientras le sujetaba la nuca con fuerza, luego abrí mi maletín para sacar el cuchillo de desplumar de mi abuela. Era un cuchillo fantástico y vaya que si desplumaba. Con sólo la luz de emergencia, el arma lucía increíble. La pasé por el cuello de la joven y no fue hasta pasado unos segundos que la carne se abrió como si una mano invisible hubiese dibujado en la piel con una pluma. La sangre borboteó hasta el suelo y el cuerpo se desplomó sobre el asiento como si lo hubieran desinflado. Dormir no era delito y el auto limpiado hizo el resto. Era hora de irse, antes de que el registro de limpieza robótica detectara ADN humano en los restos limpiados y se mezclara con el Luminol.

Aquella fue mi víctima 23, luego vendrían cinco más. 
Recuerdo ésta con especial cariño porque estuvo a punto de NO ocurrir.
Nunca me detuvieron y si estoy en la cárcel es porque me entregué. 

Apaga eso, no tengo nada más que decir.

miércoles, 23 de mayo de 2018

"Es hambre, nada más" Por Diana Beláustegui

Diana Beláustegui nace en el 74 en medio de las inundaciones de Santiago del Estero, el río la tragó y tuvo un encuentro cercano con el Cthulhu, desde ese día sólo historias truculentas son maquinadas por el cerebro ahogado. Ama leer. Colaboró con varias revistas online.  Publicó en el 2014 su primer libro: Escorpiones en las tripas.
Lleva un anzuelo en el bolsillo, con un tentáculo reseco.
Cruz Diablo presenta hoy el relato "Es hambre, nada más", finalista del Certamen de literatura de terror distópico "El mundo en tinieblas". 


Cándida estaba mezclando la olla cuando el soldado apareció con aspecto cansado.
Entrecruzaron miradas.
Desde que los misiles habían impactado hacía unos 4 años, el ecosistema había cambiado.
A Cándida le gustaba la soledad del monte y se había construido una casita modesta en la espesura del bosque santiagueño. Ahora, de su hogar entre imponentes quebrachos colorados, sólo quedaba un intento de vivienda casi destruida en medio del salitral desierto.
Los cuarenta y cinco grados cuarteaban la tierra, tiñendo de ocre una realidad distópica. El futuro de miseria y hambre había llegado, todos los malos vaticinios de la humanidad estaban ahí, hechos piel ajada y deshidratada. Se habían materializado en los ojos irritados de la mujer y en su pecho devastado.
El gobierno había dado la orden de “Ayudar al soldado que diera su vida por la nación y la supervivencia del hombre”.
—Menos mal que la mujer es cucaracha y sobrevive a todo —había pensado esa vez con un dejo de amargura.
En sus buenos tiempos fue una feminista que luchaba por los derechos de las mujeres, no había hombre que se animara a interferir cuando ella salía a patear patriarcados, ahora era una sombra podrida en medio del rajante sol.
—Buenas, señora —saludó el hombre y se refugió en la sombra.
—Tengo hijos que alimentar, mucho no te puedo dar.
—Está bien, señora, con lo que pueda me basta. No soy de aquí. No estoy acostumbrado al calor, necesito agua y descansar un poco.
—¿Por qué andas solo? —averiguó, mientras sacaba del pozo el líquido sagrado y se la acercaba.
El hombre se adueñó de la olla y así como tomó el agua con avidez, luego la vomitó.
Cándida se quedó mirando unos segundos la tierra reseca que se adueñaba del vómito.
Ahora estaba tranquila, ya no tenía tanta hambre, pero hubo un tiempo en que se habría peleado con la pachamama por esa clase de mejunje.
—Tomá despacito, haz sorbos chiquitos.
Lo observó.
Al hombre, el estómago se le contraía. Se tapaba lo boca con ambas manos y contenía la respiración.
Cándida sonreía divertida.
Después de unos minutos tensos, los músculos del soldado comenzaron a relajarse.
—¿Me puedo mojar?
—No entiendo.
—¿Tiene agua suficiente? Me gustaría mojarme.
—Sí, la última lluvia llenó el pozo, lavate tranquilo, las lluvias están volviendo.
Lo vio alejarse hacia la parte trasera de la casa, el soldado tenía una vergüenza poco común en esos tiempos. La humanidad podía ser extraña a veces.
El hombre se apoyó en la pared tras los primeros baldazos y cerró los ojos.
Percibió el agua corriéndole por el cuerpo, los vellos erizados, la felicidad de encontrar gente y luego el olor a sopa, el hambre, la saliva que se le juntaba en la boca desobedeciendo al organismo que emitía órdenes de no malgastar fluidos porque estaba en un grado peligroso de deshidratación.
Se animó a mirar el interior de una habitación que tenía la ventana abierta, las otras piezas permanecían cerradas.
Lo primero que hizo fue reconocer el tratamiento de la carne seca.
Dentro de un contenedor lleno de sal, podía ver las lonjas de carne que se asomaban.
—¿Vizcacha? —pensó mientras miraba alrededor.
Del monte quedaban vestigios de pequeños árboles secos.
Tenía entendido que la fauna estaba casi desaparecida desde los últimos ataques aéreos. Pero los sobrevivientes seguramente habían encontrado algunos animales para comer.
El huerto eran unas plantas peladas y tristes de papas y cebollas.
Tenía metida prácticamente la mitad del cuerpo por la ventana.
Dentro del habitáculo oscuro olía a sangre y descomposición.
Algo en el aire se le filtraba por los poros y le gritaba que las cosas no estaban bien.
Presentimientos.
—Tengo sopa ¿vas a tomar? —le preguntó ella y el soldado casi pierde el equilibrio.
El rostro de la mujer había mutado, ahora aparecía un destello morboso en los ojos.
—Si, por favor —contestó, intentando que no se notara el miedo.
La siguió.
—Cuando los soldados pasan por aquí, lo hacen en grupos grandes, de 10 a 15 hombres. Nunca puedo darles de comer a todos, aunque ellos siempre toman lo que quieren.
Silencio.
—Sentate aquí, ya te traigo la comida.
La vio alejarse hacia la olla que hervía en un brasero y aprovechó para mirar el interior de la casa, desde donde estaba podía ver la misma habitación, la puerta estaba abierta, había un charco grande de sangre en el piso y huellas que iban y venían.
La observó, ella misma tenía la pollera manchada de sangre.
—Hay olor a carne —aseguró él, paranoico— , ¿qué cazan por aquí? No sabía que había animales.
—Sí, hay —respondió sin darse vuelta—, vienen de vez en cuando en grupos de 10 a 15.
La mujer se acercó con el plato de sopa, en el líquido blanquecino flotaban algunas papas y unos pedazos de carne.
Se miraron.
—¿De dónde sacas la carne, hija de puta? —gritó mientras tiraba a un costado el alimento.
Se paró de golpe y la agarró del cabello mientras le apuntaba con el arma.
—Hubo soldados desaparecidos hace unos 3 días ¿vos les has hecho algo, hija de puta?
Cándida reía, le faltaban casi todos los dientes y el aliento hedía a muerte.
—Mostrame los huesos de lo que estás cocinando.
La llevó arrastrando y entró a la habitación sangrienta.
En un rincón: lo que quedaba del muerto estaba oculto bajo una manta mugrosa.
—¿Qué has hecho, hija de puta? —gritó.
La tiró al suelo con un puñetazo, se acercó y le pegó una patada a la altura de los pechos. La mujer gritó en medio de una carcajada.
El hombre se armó de valor e hizo a un lado la manta. Eran dos los cadáveres. Parecían muñecos rotos, los había acomodado sobre los restos de unas almohadas. Les faltaban los brazos y parte de los músculos abdominales. Parte de los diminutos músculos abdominales. Le costó reconocer lo que estaba viendo.
—Mellizos eran —aclaró ella de rodillas junto a los restos—. Después de la comida te puedo dar leche, tengo las tetas llenas. Nacieron ayer nomás —le dijo con una risita extraña que por ratos se desdibujaba en un principio de llanto.
La apartó de una patada.
—Mina de mierda, hija de puta, sucia. Hasta las perras tienen instinto maternal, inmunda.
—No se come con el instinto maternal —gritó ella y él le apuntó a la cabeza.
Pudo ver el horror en los ojos de la mujer, el rictus de ironía se le había ido, la sonrisa burlona se trastocó con la gravidez del chillido aterrado.
El disparo le abrió el cráneo y dejó una pintura abstracta y sabrosa sobre la pared.
El estallido lo dejó aturdido unos segundos, escuchando sólo un atisbo de imploración de la asesina asesinada y luego otros gritos más lejanos.
Estaba mareado, la pieza giraba convulsionando su ya frágil estómago, giró para salir y los vio.
Tres niños de distintas edades miraban la escena en medio de una crisis de llanto.
Tres niños famélicos, con las panzas hinchadas, desnudos, sucios, que habían estado esperando en silencio por el alimento prometido.
Tres niños, hijos de la guerra y la hambruna, que lloraban a la asesinada-asesina, menos que perra, madre obligada, probable comida que comenzaría a pudrirse en cuestión de segundos.





Diana Beláustegui nace en el 74 en medio de las inundaciones de Santiago del Estero, el río la tragó y tuvo un encuentro cercano con el Cthulhu, desde ese día sólo historias truculentas son maquinadas por el cerebro ahogado. Ama leer. Colaboró con varias revistas online.  Publicó en el 2014 su primer libro: Escorpiones en las tripas. Lleva un anzuelo en el bolsillo, con un tentáculo reseco.

lunes, 12 de marzo de 2018

"Y un día se hace la luz" Libro de cuentos de Alejandro Negrete (PDF)

Nos dice Patricio Chaija sobre la obra de Negrete:
"Con temas que rondan las exploraciones urbanas, los mitos modernos u otros antiguos (estos también acondicionados a lo contemporáneo, en donde la tecnología se hace presente), Negrete nos propone transitar estos divertidos cuentos que nos hacen pensar que tal vez no hay que confiar en nada ni nadie… sobre todo lo que se esconde en la oscuridad, o incluso en lo que se manifiesta a la luz del día. O sea: no hay que confiar en nada"
Un libro imperdible para quien desea conocer la obra de los nuevos escritores del género. Alejandro Negrete es escritor bonaerense, reside en San Pedro. Su prosa es amena y de esas que a mí me agradan: accesible a todos. Antes de que su segundo libro de cuentos vea la luz, Cruz Diablo pone a disposición de sus lectores el primer libro de este joven autor que promete.

Puedes descargarlo desde el siguiente enlace: 

sábado, 10 de marzo de 2018

"Agricultura" Por Martín Muñoz Kaiser

Escritor chileno nacido en Valparaiso. Ha publicado "El martillo de Pillán", "WBK Asesinos", "Evento Z", "El satiro". Sus textos han sido publicados en Chile, España, Italia y Alemania. Finalista de la convocatoria "El mundo en tinieblas" de Cruz Diablo.

Han pasado dos meses desde que regresé del viaje. La gente ha comenzado a pasar hambre, pero yo estoy subiendo de peso. Los doctores ya no están aquí para preguntarme cómo hice para alimentarme durante el camino. La abundancia de carne ha sido un buen cambio para mí, he aprendido a comer incluso las menudencias y a sorber con gusto los dedos de las extremidades, uñas incluidas; es una lástima que nadie comparta mis nuevos gustos gastronómicos. Cuando llegué de vuelta a nuestro refugio, el doctor Troncoso me recibió amable, preguntando por la doctora Barría, y no supe qué responder… Revisó mis archivos y dijo que algo faltaba, que borré una parte; lo peor es que ahora escucho sus voces interrogándome cada vez que abro el refrigerador para tomar un bocado. Es por esto que comencé a revisar los archivos de memoria de mi diario personal; lamentablemente, los archivos están desordenados, tanto como mi mente; llevo noches enteras presionando el botón para reproducir y pasar a escuchar de forma atenta mi propia voz…
>>Han pasado dos semanas, y como José y Reinaldo no se hablaban hacía dos días, tuve que ponerme firme y hacerles ver que estar unidos era la única forma de sobrevivir; si no actuábamos como un equipo, simplemente moriríamos en la floresta…<<
>>Durante el día pudimos ver una sombra enorme que oscurecía el bosque sobre nosotros.<<
Cada vez que escucho esta parte de mi bitácora personal de archivos de audio, llego a la misma conclusión: el viaje hacia la mina, hacia ella, la doctora Barria, es la clave, estoy seguro de que es así. Sé que todo comenzó cuando convencí al doctor para que me permitiese formar un equipo de tres personas con las cuales emprender la travesía hacia la cordillera. La doctora Barría había ofrecido traer consigo excelentes piezas de equipo, espectrómetros de masa y otros artilugios que el doctor Ruilova consideraba importantísimos.
El doctor Troncoso fue el único que me preguntó por qué hacía esto, me advirtió que era una misión suicida, que pensaba que no volvería. Él quería que yo aprendiese lo necesario para continuar con sus investigaciones cuando él muriera. Le dije que se trataba de una cuestión moral: era forzoso intentar salvar a esa gente, dejarlos morir de hambre hubiese sido una crueldad difícil de soportar. Aunque tal vez la verdad fuera otra. Mis emociones han comenzado a intensificarse desde que sufrí aquel accidente durante una recolección, donde encontré una pequeña fisura en mi traje.
Aún recuerdo la semana que reparamos la antena por medio de la cual nos logramos comunicar por primera vez con la doctora Barría; ella estaba encerrada en un centro minero, una verdadera ciudad bajo la roca sólida. Tenía teorías interesantes para solucionar el problema, pero no contaba con los recursos que nosotros poseemos. El crecimiento en tamaño de las plantas, los insectos y los pájaros era exponencial; la tierra se parecía al carbonífero cada vez más, la temperatura era alta y el nivel de los océanos aumentaba. Tratar de caminar por el bosque era y sigue siendo un suicidio; incluso los recolectores de pámpanos de canoleta evitan internarse mucho en los bosques esclerófilos que estos arbustos tienden a formar. Cuando la doctora Barría nos comunicó que se estaban quedando sin recursos, desarrollé con premura el plan para rescatarla, es decir, rescatar al remanente de científicos y mineros que aún sobrevivían en la montaña. Solo necesitaba convencer al difunto doctor Troncoso, y lo hice.
>>Finalmente, partimos en nuestra misión de rescate. La máquina avanzaba bastante rápido, abriéndose paso inexorable a través de la vegetación. Tratamos de escoger los terrenos más regulares. Teníamos una idea bastante buena de nuestra ubicación, pues llevamos un GPS que funcionaba de manera intermitente. Habíamos calculado que demoraríamos tres semanas en llegar a nuestro destino.<<
Pero demoré dos meses en volver, y en vez de ser recibido como un héroe la gente del refugio me rehúye, a pesar de que, como ya no están los doctores, soy yo quien administra sus vidas. Hace mucho que están nerviosos por las desapariciones. Ellos no entienden lo que pasa, que el final es inevitable, así que he decidido empezar relatándoles lo que considero el comienzo de esta situación, esperando que el ejercicio me ayude a comprender qué pasó con nuestra civilización y conmigo durante el viaje de rescate.
Si nadie era capaz de detener el abuso de combustibles fósiles, los cuales, en aquellos días, impulsaban la economía del mundo. Los cultivos transgénicos que acababan de ser puestos al descubierto por la PNUMA en el sureste de África parecían ser la respuesta. Los beneficios con relación al calentamiento global y la disminución de la huella de carbono de los países desarrollados serían tan radicales, que bien valían el riesgo. Hugh Grant, CEO de Montesanto, había contratado a Greg Boyce para preparar la siguiente etapa. Boyce había trabajado como CCO para varias compañías petroleras, emigrado a la minería, y por último, saltado de Río Tinto a Montesanto. Boyce también era el presidente del Consejo Consultivo de la Industria del Carbón de la Agencia Internacional de Energía de los Estados Reunidos de Norteamérica. Cansados de la dependencia del petróleo del Medio Oriente, habían encargado a Montesanto una solución para el problema alimentario, y ellos habían provisto un doble milagro: alimento barato en abundancia y también una solución para el problema energético. La desinformación era tal, que no hubo en realidad muchos que se opusieran a la reforma: el mundo veía con muy buenos ojos el término de la era de los combustibles fósiles. Los experimentos con etanol en Brasil y los primeros camiones propulsados con biodiesel en Canadá, no fueron sino incentivos para demostrar que el cambio hacia los combustibles biotecnológicos eran en efecto la solución a los problemas del conglomerado económico de Occidente. El mercado de los motores de combustión interna, por su parte, ya se había vuelto en favor de la tecnología diésel hacía unos años.
El paisaje de las grandes ciudades sufrió un cambio radical; todas las superficies cultivables debían ser ocupadas, incluso en las zonas urbanas. Todos los edificios comenzaron a aislar los techos y cultivar en ellos; las ciudades que poseían climas más adversos comenzaron a construir invernaderos hidropónicos en sus azoteas, bajo ellas, en las plazas y los parques. De un edificio a otro colgaban cuerdas con enredaderas de canoleta, las cuales producían sus preciados pámpanos llenos de aceite. Las plantas morían cada tres meses y no daban semillas. Con el tiempo, la comida se convirtió también en un asunto histórico, y en los países en vías de desarrollo solo había disponibles tarros de puré de lúpulo. La comida de verdad era un lujo que solo los magnates se podían dar. Los únicos vegetales que podían sobrevivir a los suelos contaminados con el glifosfato que las mismas plantas producían como pesticida, y que luego se volvieron demasiado costosas para adquirirlas. El problema era en efecto este insecticida que las plantas genéticamente diseñadas producían para protegerse: el químico dejaba el suelo inutilizable para cualquier otro cultivo. Los más pobres murieron por millares, luego le siguió la clase media. Ahora solo somos un puñado que enfrenta una realidad mucho peor que la de la simple escasez de alimento.
>>Logramos sacar la máquina del barro, con las motosierras cortamos varios troncos y nos ayudamos con ellos para tener tracción. La lluvia no para, hemos tenido que racionar la comida y eso nos tiene de mal humor a todos. Nos rechinan los dientes y nuestros diálogos son fríos y muchas veces agresivos. José está malherido, pero no podemos hacer nada por ayudarlo. Sabemos que morirá en un par de días, ahora que nos falta tan poco para llegar, tan poco en verdad… Solo puedo pensar en la doctora, su voz deformada por el megáfono y su figura en aquella pequeña pantalla es lo único que veo cuando cierro los ojos. Ya no hay en la Tierra ninguna especie vegetal original: todas han sido contaminadas con el polen de la canoleta.
<<La estrategia para detener el calentamiento global funcionó; sin embargo, ahora estamos en guerra contra las plantas que hemos modificado y los distintos híbridos que aparecieron a partir del polen esparcido sobre las otras especies vegetales. Mientras, la doctora espera por mí en la mina y nosotros nos revolcamos en el barro. Debo continuar, debo continuar...<< 
>>José, falleció… Decidimos quemar su cuerpo. No estoy seguro, pero creo que el bosque se estremeció cuando encendimos la fogata. Es triste: José era un joven decidido e inteligente, yo conocía a sus padres y a su prometida y el efecto que él provocaba en ellos; sé que era uno de los pocos hombres capaces de sentir esperanza en esa ciudad bajo la tierra.
<<El campo de flores parecía no tener fin. Solo el recuerdo de un rostro me mantenía con la mente enfocada… sin aquel incentivo me habría entregado a la derrota o cuando menos al delirio. Como Reinaldo, que se sacó la máscara y se lanzó sobre una planta, pues dijo que la flor lo estaba llamando, que podía escucharla en su mente. De esos momentos solo recuerdo con claridad el cansancio, un cansancio que casi aturdía. <<
<<Desperté desorientado… Solo veía luces. No tenía mi máscara puesta, pero podía respirar: estaba vivo. La doctora Barría era más atractiva de lo que imaginaba. Su mirada era fría, como la de un reptil, sin embargo adiviné en ella una pasión que provenía desde lo más profundo de la matriz salvaje de las mujeres que están a punto de entrar en la madurez. Pese a todo, sé que me contuve, que no dejé que esos pensamientos me nublaran: yo era el héroe que venía a rescatarla; el premio lo cobraría después… o al menos eso deseaba. 
>>Decidimos reparar una de las máquinas que trabajaban en los túneles y excavar una galería nueva. Nos queda poco biodiesel, aunque esperamos tener el suficiente para llegar al valle. Mañana será la fecha decisiva: el día en que intentaremos huir. <<
Es bueno no tener hambre, no sentir aquella desesperación con la que escucho mi propia voz. Es cierto que requiere cierto esfuerzo escarbar la carne, cortar músculos y eviscerar los cadáveres para que no se pudran: lo primero que hay que retirar es la vejiga, luego los intestinos, que por cierto se limpian y se comen: chunchules, los llamaban antes del desastre. Los interiores son lo primero que consumo. Hoy he sacado del refrigerador de muestras un hígado. Mientras se fríe en la cocinilla, sigo escuchándome; esta parte me interesa sobremanera. La he oído ya cientos de veces; hay algo que no registré y que creo que es importante; necesito recordarlo, pero no lo logro.
>>Las aves han atacado la excavadora, los arbustos han detenido nuestro avance: estamos atrapados nuevamente. Solo cuatro de nosotros logramos alcanzar la máquina en la que llegué… 
<<No sabemos cómo pudimos salvarnos de aquellos monstruosos pájaros endrinos. Las plantas han crecido demasiado, los troncos son gruesos y nos impiden el avance. Las motosierras son inútiles y además se nos agota la comida. Creo que moriremos en medio del bosque. Los hombres que nos acompañan no pierden la esperanza; tratan de buscar un camino, pero solo avanzamos hacia la costa. El mar ya no es azul, sino de un rojo sangre fluorescente, y brilla durante la noche. La doctora Barría dice que se debe a un alga que ha sido contaminada: ella cree, como el doctor Ruilova, que las plantas llegarán a desarrollar una consciencia, y ahora que ha visto el mar, está segura de que todo comenzará en el océano. Dice que la vida submarina está mucho más diversificada que la vida en la superficie. Que los corales son los seres vivientes más grandes del mundo, que no son plantas sino animales (los animales caníbales más grandes del mundo), y que si este código maligno toma conciencia de sí mismo por medio de la intercomunicación entre los diferentes elementos que llevan su marcador, será el evento más espectacular que la ciencia haya presenciado jamás.<<
Escuchar esto me irrita. Ellos, los científicos, parecen arrobados ante las portentosas consecuencias del desastre que han provocado. Yo estaba muriendo de hambre y no me interesaba que un enorme cerebro estuviese desarrollando sus dendritas delante de mis ojos. Creo que he puesto un poco de justicia en la balanza. Mi estómago lo confirma.
>>Ha sido terrible, no sé si puedo continuar. Uno de los hombres ha averiado la máquina para procesar el biodiesel. Estamos varados en la costa, sin comida. He tenido que usar la motosierra para hacer un poco de justicia… el otro me mira con desconfianza, dice que no tenía pruebas de que su compañero hubiese averiado la máquina. La doctora me mira con recelo, algo que apenas soporto. Creo que tiene una aventura con Leonardo, el minero que queda, creo que quieren matarme pero no se atreven. La retroexcavadora se detuvo. No tenemos combustible; estamos sentados mirándonos todo el día; nadie dice nada. La lluvia cae incesante en gruesos goterones, el mar se estrella contra la playa una y otra vez, de forma obsesiva, incansable. He empezado a escuchar una voz en mi cabeza. Llevo dos días sin dormir. He reparado la máquina, pero ellos no me dan confianza. Tengo hambre. Tenemos un purificador de agua, y llueve constantemente, pero el dolor en el estómago es demasiado fuerte, necesito comer algo. Estoy pensando en cosas en que no tengo que pensar… me asusta la idea de morir. 
<<La voz se hace más clara a cada momento. Es como si estuviese aprendiendo un lenguaje propio, un idioma compuesto por palabras bombeadas por mi corazón, por la sangre y las vísceras. Siento que ese lenguaje me manipula para que recuerde cosas. Solo quiero llegar a casa. <<
No sé cómo, pero pude volver. Y todo estaba bien, hasta que los doctores se pusieron a hacer preguntas…
Yo simplemente no sabía las respuestas, yo simplemente tenía hambre y los dedos hervidos del doctor Ruilova son regordetes y suculentos. A mi comunidad no le queda mucho tiempo de vida, pero yo moriré con el estómago lleno. Es un pequeño consuelo, que me gusta mucho más que una esperanza vana. Estoy cansado de refugiarme en la esperanza. Ahora están golpeando la puerta. Pronto utilizarán los sopletes para cortar la hoja metálica; entrarán al laboratorio y me matarán, pero no permitiré que me quiten la comida. Usaré la motosierra si es necesario.
Entraron. Han perdido toda civilidad; sus ropas están andrajosas y sucias como sus manos y rostros. Tienen hambre, puedo verlo en sus caras.
Son demasiados para que pueda contra ellos. Me sostienen de brazos y piernas boca abajo. Uno gordo y pequeño, de nariz y mejillas coloradas, se relame… Sostiene un cuchillo afilado en la mano, le pide a otro que inmovilice mi cabeza. Los pequeños dedos buscan la carótida. Apenas siento dolor cuando la clava. Mi sangre mana directo a un recipiente metálico y me siento desfallecer de a poco. No es tan desagradable como yo creía; mi vista se nubla, me relajo, me dejo llevar, me convierto en ñachi. Mi sangre y mi carne van a calmar el hambre de mi gente, y así viviré en ellos para siempre. 



Martín Muñoz Kaiser. Valparaíso. Chile.  En 2012 publica  “El martillo de Pillán”, En 2013 publica cuentos en los números 1 y 2 de la revista impresa “Ominous Tales”. Ese mismo año, junto a Sergio Amira, escribe y publica la novela “WBK Asesinos”. En 2014 es seleccionado por el CNCA para formar la comisión de escritores chilenos en la FIL Guadalajara y publica “Evento Z, zombis en Valparaíso”.  En 2015 Publica “El Sátiro”. En 2016 participa de la antología de cuentos de ciencia ficción alemana “Around the World in Eighty Stories”. Sus textos han sido publicado en España, Italia y Alemania y traducidos al italiano, alemán e Inglés.

sábado, 13 de enero de 2018

Número especial homenaje a Tolkien

Ya está disponible el número especial en homenaje a Tolkien. En el mes de un nuevo aniversario de su natalicio. Disfrútenlo.
Descarga haciendo clik aquí: https://goo.gl/4qCWBu